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Cataluña

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Estaba cavando, sí, ¿recordáis?, hasta el centro y más allá, y resultó que no era un sueño. Salí en las antípodas, como corresponde, pero con los pies por delante, y me dispuse a vivir cabeza abajo, lo cual no deja de ser un contrasentido porque vivir con los pies por delante es como vivir muerto. Qué palabra tan fascinante, antípodas, pensé. Pie opuesto: tal y como vivían en ese lugar. Lógico que nadie se entendiera. Al cabo, la sangre se agolpaba ya en mi cerebro. Sentí cómo éste se hinchaba y me nublaba la vista. Me pregunté: ¿cuánto tardará en explotar? De niño, temí siempre el instante previo a la explosión del globo; de mayor, también. Vivir al revés es algo muy pesado. La gravedad pesa más en las antípodas. No sé cuánto pesa una explosión. Vi muchas cabezas hidrocefálicas. Iban explotando de a poco: una aquí, otra allí. Me asusté más.

Decidí regresar y vivir con los pies en el suelo, en el país añorado de las cabezas pequeñas. Adiós a la pesadilla hemisférica. Me adentré en el agujero que atravesaba el planeta. Se supone que debía caer a toda velocidad, cruzar el núcleo y volver a salir por el lado opuesto, esta vez con la cabeza por delante, que era como empezó todo. Pero no, no acababa de caer. Caía hacia arriba. Me costó Dios y ayuda subir lo que bajaba. Pasó un buen rato; vi la luz al final del túnel. Sorpresivamente, salí de nuevo con los pies por delante. Como en las antípodas, vi a mi gente que también ahora caminaba de cabeza. La sangre acumulada aplastaba sus lenguas contra el paladar. Hinchados, nadie hablaba, nadie se entendía. ¿Para qué sirve entonces un cerebro tan grande?

Postdata.

He conseguido darme la vuelta. La sangre fluye de nuevo. Me quedo con esta estupenda portada de Liberátion. Creo que ya sé lo quiero escribir:

Que cuando arriba es abajo y abajo es arriba los periódicos no pueden limitarse a leer informes de laboratorio, contarlo de lejos, hablar de oídas o ponerse de perfil, y si lo hacen no son periódicos.

Que los periódicos, a pesar de lo que nos dijeron algunos maestros hipócritas, no son empresas cuya obligación ética primordial es ganar dinero sino herramientas imprescindibles de diálogo y construcción de sociedades democráticas adultas, y si no no son periódicos.

Que los periódicos no son ‘hooligans’ y, por tanto, jamás deben dejarse aconsejar por ‘hooligans’, y si lo hacen ya no son periódicos.

Que los datos son datos; las opiniones, opiniones; el insulto, insulto; y la mentira, mentira. Y que los periódicos tienen el deber de decirlo aunque se les arruine el titular. Y si no lo dicen no son periódicos.

Que en este tiempo líquido de redes sociales, o quizá por eso mismo, los periódicos tienen que renunciar a la instantaneidad empobrecedora, asumir frente al ruido su maravillosa lentitud, dejar de escuchar cantos de sirena, resistir y ejercer de una vez con orgullo su capacidad incalculable de influencia. Y, si no, que dejen de dar lástima y desaparezcan de una vez.


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